Lecturas edificantes



DE REPENTE APARECIERON PISTOLAS EN EL SUEÑO


No sé por qué he dicho eso, por qué hablo de esa manera. Por qué llamo sheriff al alguacil y forastero al primero que se asoma por la cantina. Y a la cantina, salón. Por qué pido whisky en vez de pedir un tinto con sifón. Por qué cojo a Margarita por la cintura, y porque ésta me abofetea cada vez que lo hago. No entiendo porque los del pueblo se visten de esa estrafalaria manera, sombrero ancho, zahones y pistola al cinto. ¿De dónde habrán salido tantas pistolas?


Raúl Eguizábal
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ELOGIO DEL AUTOMÓVIL



Un carro es la libertad.

Playa, Viñales, almuerzo en Soroa los domingos, un saltico a comer en los ranchones de Guanabo el viernes y regreso a tiempo para ver la película con los comentarios del espléndido, elegante y bien documentado José Antonio González del ICAIC.

Dueño del espacio y del tiempo, nada te estará lejos con un carro, ni nunca será tarde para improvisar lo que de otro modo no podrías ni soñar por los inconvenientes del ómnibus y la agonía del taxi que seguirá de largo, convirtiéndote así, tú que fuiste scout en los ´40, en un esclavo de la ciudad, y aun, si me lo permites, en un esclavo del balcón de tu casa, un ermitaño de balcón, ni más ni menos, un indefendible anacoreta que por fuerza tendrá que meterse lo que le den por la Televisión.

Pero a la vez, un carro es la esclavitud.

Mecánica, electricidad, chapistería, pintura, peregrinaje de taller en taller buscando la pieza de repuesto que no aparece, el asunto de los neumáticos, las multas, la posibilidad siempre presente de un accidente o de una luz que cambió en el semáforo demasiado rápido, el freno con sus misterios, y los talleres otra vez, la chapa, el Seguro, el fregado --el fregado, el fregado que te llevará media tarde del sábado libre--, la revisión del aceite y cuarenta carros delante de ti esperando en la cola de la gasolina cuando más apurado estés, la gorda, la miserable gorda del vestido punzó que te dio una cañona en la esquina de Tejas, el policía, el juez que tampoco comprende...

Una desgracia, una verdadera esclavitud: eso es, bien mirado, un carro en la circunstancia cubana de estos años. 

Con todo, Alejandro, tú que tienes un Peugeot, siempre será mejor ser esclavo de la libertad que esclavo de la esclavitud.

Rafael Alcídes Pérez
Elogio del automóvil






LA HABITACIÓN DEL VICIO


De la misma manera que el bacilo de Koch coloniza unos pulmones, mis hijos se han hecho con el piso donde moran con más hambre de anexión que el tratado de Yalta. Mis hijos tienen doce y ocho años: tierna infancia todavía según está hoy la pirámide de edad. Tras compartir habitación al principio, a la pequeña se le antojó cierta expansión. Había que montarle la suya, con lo cual la salita pasó de ser un bien común a ser su feudo. Enseguida se apresuró a redactar un cartel que de naïf sólo tiene los colores: “Llamar a la puerta antes de entrar, por favor, respeten las molestias” (sic). Nada especial si no fuera porque en ese recinto tengo mi biblioteca, mis archivos y mis reliquias más queridas sujetas a la satrapía de la niña. Bien, mi hijo no se anda con lirismos. Ha tomado su habitación donde, por cierto, se encuentran el ordenador y el aparato de música, como lugar de estudio exclusivo. Para estar bien a gusto se pone una catalítica rusiente y, mientras se pelea con el cono, está vetado entrar. Uno transige- porque no le queda otra- y espera el fin de semana para reconquistar viejos territorios amados. Pero no, los sábados o domingos por la mañana hay que llevarlos a los juegos escolares o a la ludoteca, que ya no se estila ir por ahí a tirar piedras al río y por las tardes, en el culmen de la bárbara invasión, la chiquilla esparce por el suelo de lo que fue salita su abundante plantel de mascotas y demás cachivaches para practicar sus fantasías sin que se pueda traspasar el umbral. Lo del otro es más serio, llegan sus primos carnales y pican en la puerta: “Habitación del vicio”. Lo que sucede a continuación nada tiene que ver con la sicalipsis del porno duro ni con una timba de bacarrá. Sencillamente se empalizan tres horas en la estancia y le dan a los manubrios hasta el clímax. Cuando ya saltan chispas de los ratones y las órbitas de sus ojos enrojecen saturadas de lujuria, abandonan los cedés y las nintendos y engullen bocadillos de nocilla con apetito ferino. Y se van a la plaza a pegar puntapiés al balón con la alegría del deber cumplido. Yo hace tiempo que compré unos estantes de oferta para armarlos en el váter pequeño. Exiliado en tan parco cuartel compongo estas trágicas historias añorando los tiempos en que les cambiaba los pañales. Menos mal que se acerca el verano y ya he cursado instancia para ocupar un banco cercano a mi vivienda con sombra de magnolio y buena orientación. Más vale prevenir.

Desiderio C. Morga


LA BIBLIOTECA MOJADA 


Uno de los mejores lectores que conozco no es dueño de ningún libro. Es un médico riojano con nombre quijotesco: el doctor Sancha. El doctor Sancha compra un libro, lo lee, luego se lo regala a algún amigo. Si quiere leerlo otra vez ¾cosa que le sucede a menudo¾, el doctor Sancha lo compra otra vez, lo lee otra vez, y luego se lo regala a otro amigo. De algunos libros, dice, ha comprado, leído y regalado varias docenas de ejemplares a varias docenas de amigos. Dice, lapidario, que la biblioteca particular convierte los libros en objetos empolvados que ya nunca o casi nunca se vuelven a abrir. Se convierten en falsos trofeos, dice, en símbolos decadentes. Se convierten, dice, en cosas inservibles. Todas las mañanas, antes de salir rumbo a su consultorio, el doctor Sancha lee metido en la bañera. Le gusta leer metido en la bañera. “Puedo pasar horas leyendo metido en la bañera”, me dijo alguna noche en Logroño, caminando en la calle Laurel. Yo le pregunté si no mojaba los libros. “No sé,” me dijo, “son sólo libros.”

Bibliotecas